lunes, 10 de junio de 2013

Muñoz Molina: el geógrafo.

Con motivo de la concesión del Premio Principe de Asturias de las Letras, he vuelto a rebuscar por las redes sociales, por ver si encontraba alguna señal, alguna pista, que me facilitara volver a contactar con Antonio Muñoz Molina, con el que había coincidido en el Partido Socialista de Andalucía (PSA), antes de que se convirtiese en Partido Andalucista (PA)

Había trabado con él una cordial amistad en el Partido y volvimos a coincidir en el Área de Cultura del Ayuntamiento donde él ganó una plaza por oposición y donde yo desempeñé la Concejalía de Cultura tras las primeras elecciones municipales de 1979. Luego, perdimos el contacto tras mi salida del ayuntamiento y de la política, y salvo un par de encuentros circunstanciales, no nos hemos vuelto a ver. Yo había leído bastantes cosas escritas por él, pero no sabía casi nada sobre él.

Por eso, cuando hace un par de días, mi rebusca en Internet tuvo éxito y encontré su página personal me produjo una gran alegría poder saber algunas cosas de su vida, escritas por él mismo y leerlas como si estuviese escuchándolo, como la última vez que me encontré con él en un autobús de la Rober en la Gran Vía de Granada y me contó una deliciosa historia que le había ocurrido y que luego vi publicada en Ideal.

Dediqué varias horas a leer las numerosas anotaciones que había escrito desde julio de 2010. Hasta que me encontré con su autorretrato y pude saber de sus recuerdos, de sus hijos, de sus ciudades... y de su sitio. Para un blog como el mío, que intenta construirse en torno a un interrogante geográfico (dónde están las cosas, dónde están las gentes, como nos enseñó a preguntarnos Jacqueline Beaujeu-Garnier) toda información susceptible de señalarse sobre un mapa, resulta relevante. Aunque sea sobre el mapa conceptual del 'espacio político'.

Y allí, al final de su autorretrato estaba  Antonio, al que ya admiré cuando escribió 'La otra Guerra de Granada', diciendo con claridad meridiana,  dónde está, dónde se encuentra a sí mismo y dónde se le puede encontrar, señalando de nuevo, con toda precisión, como hacen los buenos exploradores, los buenos geógrafos, los límites exactos de un territorio que conocen:
"Políticamente, soy un socialdemócrata: defiendo la instrucción pública y la sanidad pública, el respeto escrupuloso de la legalidad democrática, la igualdad de hombres y mujeres, el derecho de cada uno a elegir su forma de vivir y si es preciso de morir dentro de la conciencia de nuestra responsabilidad como ciudadanos. Derechos sin responsabilidades son privilegios; un derecho individual beneficia a la comunidad; un privilegio siempre se ejerce a costa de alguien. Ser progresista no es defender a rajatabla al grupo al que uno pertenece sino vindicar como propias las causas singulares de quienes en principio no son como nosotros. Un progresista, aunque sea hombre, es feminista; aunque sea heterosexual, defiende con vigor el respeto a la condición y la igualdad jurídica de los homosexuales; un progresista se rebela contra el sufrimiento innecesario de los animales y contra el despilfarro de los bienes ambientales que son de todos, también de las generaciones futuras."

Así termina su autorretrato. Me reconforta saber que sigue ahí. Agradezco que se confiese habitante de un territorio político del que también soy morador y sobre el que, desde hace un tiempo, caen las arrasadoras bombas incendiarias que lanzan sobre él y contra él los nostálgicos herederos de todos los totalitarismos.

He recordado, al leerlo, aquella ocasión en la que ambos asistimos a una Asamblea del PSA en la que se debatía el signo de las alianzas  post-electorales tras las generales de 1979 y en puertas de las primeras municipales. Había, ya entonces, un sector más nacionalista del partido que abogaba por la construcción de un partido interclasista, con capacidad para instituirse en bisagra, apoyando ahora a la izquierda, luego a la derecha, al estilo de CiU. Yo era contrario a esa posición. Concebía el partido como una formación netamente de izquierda y entendía que no había otra opción natural que no fuese la de  las alianzas con la izquierda, por difíciles que estas pudieran resultar.

Como era de esperar, fui requerido a explicar mi postura y lo hice a través de una triple afirmación que sintetizaba mi historial político. Soy demócrata, socialista y andalucista. Y exactamente en ese orden de prioridad.

Y como pensé que el pronunciamiento requería alguna explicación adicional, añadí enseguida: eso quiere decir, que puestos en la hipótesis de que ser andalucista resultara incompatible con ser socialista, dejaría de ser andalucista. Y que puestos en la tesitura de que el socialismo se tornase incompatible con la democracia, elegiría ser demócrata y dejaría de ser socialista.

Evidentemente, en esos momentos yo pensaba de buena fe que los tres parámetros que definían mi posición, eran perfectamente compatibles: los escritos de José Aumente sobre el nacionalismo solidario y de clase, frente al nacionalismo insolidario e interclasista, parecían dar cierto fundamento teórico a esa creencia. Pero lo que de verdad me animó a pensar que estaba en el camino correcto, fueron los parabienes -matizados y críticos- que recibí de Antonio tras mi intervención.

En los años sucesivos, pude comprobar empíricamente y por mi cuenta, que ese nacionalismo de clase carecía de base histórica y social en la que asentarse. Me costó asimilar esa realidad y articular una explicación teórica del fracaso político del andalucismo. Inopinadamente, a mediados de los años 90 me volvía a topar con Antonio. En este caso, con su 'Ardor guerrero'. Y su lectura fue tan reconfortante como esclarecedora.  A partir de entonces he podido existir y tolerarme a mi mismo  reconociéndome simplemente como socialdemócrata andaluz.

No existía, no existe, el nacionalismo de izquierda. Podía existir una izquierda democrática críticamente respetuosa de los derechos de los pueblos, de sus costumbres, de sus culturas. Pero todo proyecto 'nacional' que pretenda situar supuestos derechos de los territorios por encima de los derechos de las personas, o de los derechos de las personas de un territorio sobre las foráneas, propende necesariamente al totalitarismo y da igual que provenga de la izquierda o de la derecha, porque acaba resultando intrínsecamente incompatible con la igualdad que es el paradigma jurídico inherente a cualquier democracia.

Hoy, al leer el autorretrato de Muñoz Molina, he vuelto a reconocer en su escritura el conjunto de las virtudes elementales que adornan a un buen geógrafo:  aquel que sabe situarse con exactitud y precisión en el espacio. En cualquier espacio, incluido el caótico espacio político. Porque sabe trazar los límites. Porque sabe orientarse. Porque no pierde nunca el norte.